LOS PAVOS de DONNA GRACIELA

LOS PAVOS DE Doña GRACIELA

Guardo recuerdos muy agradables de una de las pensiones de mi época de estudiante en Santiago. Estaba en la esquina de Almirante Latorre con Alameda. Era una casa  señorial de dos pisos, grande,  con muchas dependencias, con apariencia de haber sido prematuramente abandonada por sus dueños. Contaba con un hall espacioso, con rincones  aptos para recibir visitas y al fondo una escalera caracol, de madera, torneada finamente, que  daba acceso a un segundo piso muy alto. Allí habíamos coarrendado, un amigo estudiante de literatura (castellano)  y yo,  una suerte de pequeño estudio. Pagábamos un complemento para tener derecho a cena.  Estábamos allí relativamente bien, cerca del centro, pero bastante lejos del Instituto Pedagógico, lo que no nos importaba mucho porque la locomoción colectiva era muy buena entre la Alameda y Ñuñoa. A nosotros nos convenía esa ubicación porque ambos, fuera de seguir nuestros estudios, impartíamos cursos en el Liceo Nocturno Federico Hanssen, situado en la calle Cummings, cerca de la Alameda.

En esta residencia vivía  gente muy diversa, de distintas  edades; a veces solas, otra no. 

En el comedor de los pensionistas conocimos, y nos hicimos amigos, de un señor mayor, tal vez de unos cuarenta años, de porte y maneras distinguidos, elegante, siempre bien vestido, gran conversador y de cultura más que mediana. Su apellido era Letelier y su aspecto permitía  asociarlo  con alguna de las rancias familias santiaguinas de tal apellido, imaginando como probable que algún descuidado Letelier hubiera  dejado por ahí, en sus andanzas, un hijo ilegítimo, vaya uno  a saber… Nunca le preguntamos  cosas tan personales. Era muy  simpático y nos dimos cuenta de que estaba dotado de una gran capacidad para encontrar soluciones y desanudar  enredos.

Se había presentado como vendedor viajero debiendo  ausentarse fuera de Santiago de tiempo en tiempo, pero por lo general su actividad la desarrollaba en la capital. Parecía sentirse muy bien con nosotros y nos invitaba, o lo invitábamos, después de la cena a  dar una vuelta por el centro, ir a algún evento, a veces a alguna feria instalada en algún tramo de la Alameda.

Un día de comienzos del invierno, nuestro amigo Letelier nos dijo que en una semana más partiría al sur, donde iba a comprar productos para sus clientes en Santiago y tenía la intención de aprovechar el  viaje para comprar unos pavos, tal vez una docena, para que nos diéramos algunos banquetes durante ese invierno. Le preguntamos cómo se las iba a arreglar para tener tantos pavos en Santiago y nos respondió que tenía unas amigas que disponían de lugar  y que allí pensaba guardarlos antes de que pasasen a la cacerola o al horno. Le dijimos que estábamos dispuestos a participar del “sacrificio” y que podía contar con nosotros. A la semana siguiente partió y desapareció casi un mes.

A su regreso nos advirtió que el fin de semana siguiente tendríamos el primer banquete de  pavo en casa de sus amigas y que había  reservas para tres invitaciones más. El convite era en una casa modesta de la calle Portugal, no lejos de 10 de Julio. Una de las amigas nos hizo  pasar al salón  y  entonces caímos en la cuenta de que el ambiente era un tanto ambiguo, no propiamente familiar. En realidad, las amigas de Letelier eran mujeres que ejercían discretamente  la prostitución: recibían “amigos” previa programación, se portaban  como damas con  cierta educación y compostura. La patrona daba la impresión de tener buenas relaciones con las tres mujeres bajo su techo y más aún, se daba aires de madre condescendiente con sus pupilas. Las tres “hijas”, no eran feas y eran pasablemente simpáticas. Nuestro amigo estaba como en su casa y hacía de anfitrión sin ninguna dificultad. Nos servimos el aperitivo y luego pasamos  a la mesa, tendida cuidadosamente, había muchos entremeses y abundancia de vinos de calidad. La aparición del plato central fue espectacular, en el centro de una gran bandeja venía un pavo horneado, dorado y brillante, rodeado de papas doradas, castañas a la cacerola y legumbres diversas; los aromas del conjunto nos desencadenaron un  apetito voraz. Para  nosotros, esto era un verdadero y excepcional festín, realmente un banquete, como había prometido el amigo. Las botellas se destaparon, la conversación se animó y dimos cuenta del enorme y apetitoso animal.

Durante la cena  hubo algunos intercambios destinados a establecer una relación más libre con nuestras huéspedes, pero sin ir más allá.

Un mes después, en agosto, nuestro amigo nos invitó a otro banquete, que transcurrió más o menos en las mismas condiciones, con excepción de un nuevo invitado, un antiguo compadre de Letelier, y esta vez el plato central fue pavo a la cacerola, cuya exquisita preparación apreciamos debidamente y rociamos con abundancia con viejas reservas Cousiño Macul. Felicitamos en coro a nuestras amigas dueñas de casa…

Por octubre dejamos de ver a nuestro amigo, estaba de nuevo de viaje y según nos dijo la dueña de la residencia esta vez no sabía cuando regresaba. 

Nosotros habíamos decidido abandonar nuestro estudio y buscar otra cosa. La encontramos en Almirante Barroso, se trataba  de un departamento con capacidad para tres personas que nos gustó mucho. Íbamos a tener acceso a la terraza del edificio de tres pisos, podríamos disfrutar del sol y de una buena vistas obre Santiago sur. Invitamos a otro amigo, también universitario, para arrendarlo entre tres y nos trasladamos en diciembre a esta nueva dirección.

En febrero, como todo buen provinciano, tomamos nuestras vacaciones en el sur del país y en marzo estuvimos de vuelta. Preguntamos por el  amigo Letelier a la patrona de la residencia anterior y nos dijo que no sabía nada de él. Hicimos lo mismo en casa de sus “amigas” y la respuesta fue igual. Como no teníamos otra  forma de saber de él, no nos preocupamos más, esperando que algún día reapareciera y nos sorprendiera.

La sorpresa, efectivamente, llegó a comienzos de abril. Un día de ese mes, la propietaria del inmueble nos dijo que dos señores buscaban a mi amigo Reyes, quien quiso saber  para qué lo buscaban y uno de estos señores le preguntó si algunos meses atrás había adquirido un radio Zenith a un señor de apellido Letelier. Efectivamente, mi amigo se había enamorado de un aparato de radio magnífico, de los más caros de la época, que Letelier le había ofrecido, explicándole que una persona que le debía dinero le había pagado la deuda con el aparato, pero que él no lo necesitaba. Se lo había vendido seguramente a la tercera parte de su precio comercial y mi amigo estaba feliz con su Zenith. Se lo mostró a los detectives (a estas alturas nos habíamos dado cuenta de que eran dos “tiras”) y estos nos explicaron que nuestro amigo era un ladrón de alto vuelo, muy inteligente y caballero, que operaba casi exclusivamente en el Barrio Alto y que desde hacía una semana estaba  preso en la cárcel y a punto de ser procesado. En esos momentos estaban investigando y tratando de recuperar las especies, producto de  las fechorías que realizaba desde hacía cuatro o cinco años. Y para terminar de convencernos, uno de ellos nos mostró un diario La Segunda de unos días atrás, que traía  una fotografía de nuestro amigo rodeado de objetos y mercancías diversas.

Quedamos pasmados y más aún  cuando nos  cuentan del robo de los pavos en Chillán y su transporte por ferrocarril a Santiago. En realidad no fue una docena sino que una treintena, la mayor parte de los cuales eran de  la crianza  de doña Graciela Letelier, la señora del Presidente de la República, Carlos Ibáñez. ¿Cómo se las había ingeniado para este golpe maestro en un lugar particularmente bajo vigilancia policial? ¿Su apellido le había granjeado la entrada? ¿Existía un lazo familiar con la dueña de la residencia? Todas estas preguntas quedaron sin respuesta, porque no se nos ocurrió, y tampoco habríamos tenido tiempo, seguir la pista de una historia que podría conducirnos a revelaciones insospechadas.