Alcohol en los Andes
En los años 70 una verdadera revolución modernizante comienza en Ecuador, en esa época uno de los países mas atrasados de América Latina. La modernización aparece con signos fuertes en diversos dominios
Con la modernización urbana empieza la aparición de restaurantes modernos y con ello una gastronomía cosmopolita así como también los vinos y alcoholes importados.
El alcoholismo era parte de la cultura tradicional del Ecuador y tocaba amplios sectores de la población, desde los estratos sociales mas altos hasta los mas pobres habitantes de la ciudad y del campo. La introducción del wisky y otras bebidas alcohólicas extranjeras no iban a desplazar completamente, por cierto, los consumos habituales pero su adopción por algunos sectores sociales se hace conservando los mismos excesos que cuando se trataba del trago o de la chicha: beber hasta caer botados.
Terminado un Coloquio que habíamos organizado con los responsables de un grupo de especialistas en cuestiones rurales, todos los participantes fuimos invitados a un cóctel por la Rectoría de la Pontificia Universidad Católica de Quito. Todo estaba organizado en un elegante hall del edificio principal y como en todas esas ocasiones se formaban círculos o grupos de asistentes que discutían de cosas serias y menos serias, los garzones pasaban con frecuencia a servir los cócteles o simplemente otra bebida, vino o wisky principalmente. Ecuador estaba descubriendo el wisky, bebida que había comenzado recién a importarse para un gran consumo y, efectivamente, la bebida escocesa estaba reemplazando en las capas medias y altas al tradicional trago ecuatoriano, aguardiente de caña que se vendía de diferentes calidades pero incluso los mejores no eran bien destilados. Había etiquetas famosas, como el Canta Claro y otras de menor calidad y lo mismo en las grandes ciudades que en los pueblos campesinos el aguardiente era accesible a todos los estratos sociales y el abusar del consumo era un ejercicio nacional. Los estratos populares consumían por razones económicas un trago de calidad mediocre a mala, y en los días corrientes bebían la chicha, esa bebida tradicional andina fabricada domésticamente a partir del maíz tierno.
Para volver a nuestro cóctel, todo pasaba de manera agradable y bastante rociada, el wisky sobre todo corría abundantemente. Yo participaba de la conversación en un pequeño circulo de participantes y había reparado que consumían muy poco los bocaditos y otras golosinas pero que no dejaban pasar ninguna corrida de wisky, cada vez se lo tomaban de un solo trago y esperaban la nueva corrida. La conversación estaba muy animada cuando, de repente, uno de nuestros interlocutores se tambalea, hace algunas piruetas y cae al suelo sin hacer mayor escándalo y se queda allí extendido. Para mi fue un choque pues pensé que era victima de un infarto y que la cosa era de tal gravedad que lo único por hacer era llamar una ambulancia idea de la cual se rieron los demás diciéndome que se había emborrachado con el exceso de wisky. Lo levantaron y lo acomodamos en un sillón disponible a lo largo de un pasillo y volvimos al hall a retomar el hilo de la discusión . A los diez minutos vuelta a lo mismo!, otro convive al suelo!, en condiciones similares al anterior. Me dijeron que eso era muy corriente en los cócteles y reuniones sociales y que no me inquietara mayormente, que lo mismo pasaba con hombres ricos y con ministros y diplomáticos.
Efectivamente, esos excesos no llamaban la atención de nadie pues se producían lo mas naturalmente. Cuando le conté la historia a mi amigo Jorge Aravena, exilado chileno, no se extrañó para nada diciéndome que eso era corriente y que para él, propietario de un restaurante- café en un barrio honorable de la ciudad, era fuente permanente de preocupaciones y molestias. Yo iba a frecuentar su establecimiento durante mis estadías en Quito y pude personalmente constatar lo que me contó en nuestro primer encuentro. Su restaurante estaba dotado de una sala de espectáculos en el segundo piso del inmueble y tenia fama tanto por la calidad de sus parrilladas y el vino tinto de algunas marcas chilenas de prestigio, como por la actuación de los artistas que allí se presentaban. Era el año 1978 y el vino era muy escaso en Ecuador pues su importación empezaba recién. Era el lugar donde pasaba todo músico, cantante o bailarín que se apreciaba y también los artistas extranjeros de paso.
El restaurante era frecuentado por gente de clase media y alta, a veces ministros y hacendados, intelectuales y funcionarios. Después de la comida venia el espectáculo y al término de éste muchos clientes continuaban en el restaurante que tomaba entonces francamente el aspecto de bar, donde la clientela lo que consumía era mucha bebida alcohólica, vino chileno y wisky principalmente. Generalmente eran gentes de plata o de altos cargos en el gobierno los que se quedaban al final del espectáculo. A algunos de ellos, generalmente con muy buenas relaciones, mi amigo Jorge estaba casi obligado de abrirles una cuenta en el restaurante porque cuando llegaba la hora de pagar la cuenta estaban suficientemente borrachos o estaban durmiendo por el suelo, a veces debajo de la mesa, que era imposible que puedan pagar. Por desgracia, había algunos que, sin desconocer los gastos anotados, dejaban que el tiempo transcurra sin pagar su cuenta, hasta que mi amigo abandonaba. La principal razón por la cual abandonaba era que entre ellos había algunos de los cuales dependía la renovación de su carta de residente como extranjero, como exilado chileno era victima de un chantaje no declarado… No era cuestión de insistir ni de ir a la justicia.
Pero las cosas desagradable no terminaban allí para Jorge, mi amigo, pues al final de la larga jornada, antes de cerrar su establecimiento se veía obligado, casi todas las noches, a sacar los clientes que estaban durmiendo por el suelo y que no había manera de despertarlos. Como no portaban ninguna referencia de domicilio o de teléfono a donde advertir que alguien venga a recuperarlo, no le quedaba mas camino que ponerlo en la calle para poder cerrar. Con uno de sus ayudantes agarraban al hombre, y a veces era mas de uno, por los brazos y por los pies, y simplemente lo sacaban y acomodaban en la acera de la avenida. Esto era en un restaurante, pero escenas similares ocurrían en salones y en las embajadas extranjeras.
Mi compañera me contaba, por tener acceso al personal de la embajada de Francia a titulo de cooperante, que a fines de los años 1970 con ocasión de recepciones oficiales el personal tomaba toda clase de precauciones conociendo el comportamiento de los invitados locales frente al champagne y al wisky. Los responsables tomaban la precaución de tomar nota de la dirección a donde había que despachar a algunos de los invitados al término de la recepción, puesto que algunos no sabian ni como se llamaban. Se trataba de ministros y altos dignatarios o representantes del mundo de los negocios. Lo sacaban entre dos y con la ayuda del chofer de un taxi lo instalaban en el asiento trasero, dormido o medio dormido, y lo enviaban a su domicilio. Los taxistas eran especialmente seleccionados por su seriedad, su honradez y discreción.
En los campos y en los pueblos el alcohol estaba siempre presente y era frecuente encontrar por lo caminos y los campos personas dormidas o semi dormidas en el suelo, entre unas matas y a veces a campo abierto, algunos teniendo en la mano la botella o a veces ésta tirada alrededor. De esta particular cultura del alcohol dominante en la sierra, cuyas causas psico-sociales no es aquí el sujeto, hacían buen negocio principalmente los comerciantes mestizos y tratándose de consumidores indígenas algunos inescrupulosos abusaban, traficando el alcohol a veces con productos peligrosos para la vida misma de los bebedores, como el amoniaco por ejemplo. En una estadía corta en el país, leí un día en los diarios que mas de treinta trabajadores que terminando la jornada de trabajo habían pasado a una cantina para beber trago cerca del Cotopaxi, al salir del negocio después de una hora de consumo se embarcaron en un camión con destino a la ciudad, pero antes de hacer los 50 km. para llegar estaban todos muertos. Por cierto, ni autopsia ni gran escándalo…
Personalmente, y también mi compañera, conocíamos el problema y poníamos mucha atención cuando en las comunidades indígenas nos ofrecían trago en signo de buena acogida. Como siempre había que vaciar la botella ( en la sierra no podía quedar una botella con trago por razones de buenas maneras) aceptábamos sistemáticamente el vaso de trago que nos ofrecían (porque los indígenas consideraban como desprecio hacia ellos la negativa) pero luego aprovechábamos el primer descuido de nuestros interlocutores para vaciarlo por tierra. No siempre era fácil porque generalmente ellos emplean un solo vaso que hace la ronda de los intervinientes en la discusión o encuentro. Fue así como nos sucedió una experiencia poco agradable en la comunidad de Lagunas en Saraguro.
El cantón Saraguro, con excepción del pueblo mestizo que está poblado mayoritariamente de indígenas, se sitúa aproximadamente a sesenta km. de Loja lugar provisorio de nuestra residencia en el sur. Una tarde decidimos hacer el viaje a Lagunas para visitar el avance de los trabajos de construcción de una Casa Comunal en que estaban empeñados los hombres de la comunidad. Teníamos allí buenos amigos, entre otros José Miguel Vacacela que era el líder tradicional de la comunidad. Mi compañera había hecho una donación financiera para la construcción del techo y otros gastos y esperábamos con mucho interés la terminación de los trabajos. Por eso fuimos una tarde a visitar a José Miguel, quien nos invitó a ir al lugar de la construcción y pudimos darnos cuenta del estado de avance y mientras recorríamos las obras llegaron algunos vecinos, seis o siete no recuerdo muy bien, con los cuales nos reunimos al final para conversar un poco de los objetivos de la Casa Comunal y de otras cosas.
Cayó la noche rápidamente, como es habitual en las regiones ecuatoriales, pero antes de nuestro regreso a Loja, José Miguel dijo que no nos podíamos ir así no mas, y sugirió que había que celebrar nuestra visita con un poco de trago y pidió a un niño que estaba cerca de ir a comprar una botella al pueblo, del mejor le dijo, es decir, en ese momento quince sucres. Al mismo tiempo otro interlocutor, una hombre muy pobre y de edad relativamente avanzada, le dijo al niño que espere que él también iba a ofrecer un trago, metió su mano al bolsillo y le pasó diez sucres. Tengo que decir que en ese momento había trago de 15, de 12 y de 10 sucres y que la calidad del mismo descendía según el precio. José Miguel abrió su botella y comenzó a servir a uno primero y después al siguiente con un vaso relativamente pequeño que unos vaciaban muy rápido y otros mas lentamente. Nosotros, por cierto lentamente, y solamente una pequeña porción del contenido, el resto iba al suelo.
Terminada la primera botella vino la segunda. El hombre muy pobre y descalzo tomó su botella, la abrió y comenzó a servirnos con una dignidad y una amabilidad tan admirables que no hubo manera de decirle que no. En la primera ronda, mi compañera me iba a contar después, probó unas gotas, lo encontró fuerte y raro pero antes de encontrar la oportunidad para botarlo tuvo que beber otro poco. Yo encontré que este trago no era como el primero, bebí casi la mitad del vaso y el resto fue a tierra. Pero las cosas fueron mas difíciles en la segunda y ultima vuelta, mi compañera recibió el vaso y al cabo de un momento me lo pasó diciéndome que no podía, yo expliqué que no se sentía bien y que yo me iba a servir en vez de ella. Claro, tuve que beber un poco mas de lo que habría querido porque todo el mundo estaba atento a que yo me sirva.
Hacia las nueve y media o diez de la noche nos despedimos, mi compañera se puso al volante del Renegado y emprendimos la ruta hacia Loja subiendo por la Loma del Oro y seguimos la ruta que mas adelante iba a devenir muy estrecha y después de algunos kilómetros mi compañera me dice que ella no puede seguir al volante porque tiene tendencia a dormirse y no puede controlar bien el vehiculo. Yo tomé el volante pese a que comenzaba también a sentirme con ganas de dormir, poco a poco me di cuenta que el poco trago ingerido estaba haciendo como un efecto retardado y que me invadía una suerte de sopor difícil de superar pero decidí hacer un esfuerzo y continuar, disminuyendo la velocidad.
Terminé por avanzar a no mas de diez km. por hora por la estrecha ruta encaramada sobre sendas paredes escarpadas e iba casi encima del volante para controlar el movimiento del vehiculo y evitar una salida de ruta hacia la izquierda, es decir, hacia el barranco de 500 a 700 metros. Poco a poco me di cuenta que una suerte de atmósfera levemente amoniacal estaba envolviéndome y mis sospechas se confirmaron, el poco trago bebido, seguramente el de la última botella había sido traficado y contenía amoniaco. Llegamos a Loja a las cuatro de la mañana y dormimos hasta el mediodía, al despertarme yo experimenté la sensación de estar envuelto en una atmósfera amoniacal, respiraba y transpiraba amoníaco, pero lo mas increíble es que pasé tres días con esta sensación. Transpiraba olor a amoniaco el día entero. Mi compañera, que casi no había ingerido nada del trago traficado de diez sucres no experimentó los mismos efectos al día siguiente, pero yo, todavía durante tres días me sentí envuelto de esa atmósfera extraña y desagradable.
Por cierto, las mas importantes borracheras colectivas tenían lugar en las fiestas de los santos patronos de las comunidades. Había fiestas en esa época donde la borrachera colectiva indígena se cargaba de connotaciones muy significativas de contestación del catolicismo y de afirmación de creencias ancestrales. En el fondo, mas allá de la borrachera se expresaba claramente un rechazo del ritual católico y una significativa reivindicación identitaria. Este es la interpretación que se puede dar a las diversas etapas de la fiesta religiosa y de la borrachera que le siguió en una comunidad de altura, casi a los 4000 m., en la región de Tungurahua, a cuyo desarrollo asistió una vez mi compañera.
La secuencia religiosa fue dirigida por un cura párroco que vivía en Quito pero que de cierta manera, por consejo de unos feligreses franceses muy católicos, había decidido atender esta comunidad de altura, donde ellos venían a veces con regalos a titulo de obras benévolas. Los indígenas llamaban Supay al cura, sobrenombre que tenia una connotación muy intencionada en el quechua regional pues hacia referencia al diablo. En realidad, el cura era un conservador tradicionalista y no tenia con ellos ninguna relación simpática, los trataba mal en la iglesia y nadie lo quería, pese a lo cual él se imponía por su función. El día de la fiesta del santo patrono de la comunidad, adonde ella había sido invitada, por lo inconfortable del espacio que le habían dejado libre para dormir en la choza, se despertó temprano, salió a despabilarse un poco y a contemplar el horizonte de la amplia explanada donde se situaba la comunidad, y poco después vió que todo el mundo apareció muy compuesto y atildado, los hombres con el mejor poncho y las mujeres con sus blusas y faldas bordadas multicolores.
Era la fiesta de la comunidad y además se iba a recibir al cura ese día. Este se hizo esperar un par de horas pero nadie desertó y todos asistieron a la misa que, sin concesiones, fue celebrada en latín por el Supay y por cierto nadie entendió nada pero los asistentes se persignaban, se sentaban y se hincaban, cada uno a su manera, y siguieron atentamente el curso de la ceremonia hasta su término. Los que tenían cargos en relación con los santos se ocuparon de cargar en hombros cada uno de ellos y salieron a la cabeza de la procesión, presididos por cierto por el Nazareno, quien ocupaba la posición central. Lo que llamaba la atención en los santos era que todos ellos estaban delicadamente bien vestidos, bien espolvoreados y cuidadosamente conservados por el fiscal de la iglesia. La procesión fue un espectáculo lleno de colorido, de estandartes y música de tambores y de flautas andinas.
Las festividades iban a continuar por la tarde con una corrida de toros a la manera tradicional, es decir, con libre acceso a enfrentar los toros incluso en estado de ebriedad, y en la noche con una fiesta a la andina, con mucho trago, música y baile. Muchos espectadores de la corrida, que se realizaba al interior de un circulo envarado, no habían esperado demasiado para comenzar a beber la chicha o el trago y muy pronto algunos con la mecha ya encendida se aventuraban a saltar el envarado y entrar en la lisa a enfrentar los novillos, animales que aunque jóvenes y mal alimentados no dejaban de ser peligrosos por su estado semi-salvaje. Asi, la corrida informal iba a terminarse con algunos heridos o maltratados por los toros.
A su término, la corrida había entrado en una fase de desorden considerable por la cantidad de toreros improvisados que entraban al ruedo a hacerse maltratar por los toros, los cuales también comenzaban a fatigarse… Era la hora de pasar a otra cosa, a la verdadera fiesta, con mucho trago, chicha, música y bailes, pronto iba a caer la noche. La música que ejecutaban los componentes de la orquesta armados de flautas, tambores y aerófanos fuera de algunos dos o tres pasillos ecuatorianos era compuesta sobre todo de aires andinos tradicionales, próximos o emparentados con los sones del Altiplano peruano. El entusiasmo de los bailarines, cada vez mas embriagados, los llevó a concertarse para hacer que los santos también participaran de la fiesta, para lo cual entraron a la iglesia sin el recogimiento, el respeto y la devoción mostrados en la mañana a la hora del culto y de la procesión, y salieron abrazándolos y danzando con ellos, pasándolos de mano en mano con grandes gestos y piruetas. A medida que avanzó la noche, el respeto inicial que todavía merecían las imágenes fue desapareciendo, los santos empezaron a perder sus cuidadas y formales vestimentas las que fueron reemplazadas por los ponchos indígenas pero todavía pasaban de mano en mano entre los danzantes.
La noche avanzó y el frío se dejó caer sobre los danzantes ya muy embriagados, los cuales habían terminado con el trago que les daba calorías y les renovaba la energía, para quedar reducidos al consumo de la fría chicha de maíz. La borrachera los ganó y perdieron el control de sus acciones, desnudaron a los santos para recuperar sus ponchos y protegerse del frío y al mismo tiempo se desentendieron de ellos dejándolos arrumbados en cualquier parte de manera que al final andaban a tropezones con el santo patrono y las otras divinidades.