ENTRETENCIONES

JUEGOS DE INFANCIA PELIGROSOS

Puerto Montt era una ciudad de menos de 30 000 habitantes en 1940 y por cierto las estructuras urbanas eran precarias y los servicios públicos aparecían apenas y lentamente. Ni pensar en estructuras para juegos al servicio de los niños fuera de la escuela, de manera que si éstos querían entretenerse sanamente tenían que inventarlo todo. En cuanto a los juguetes de fabricación industrial, no existían en la ciudad, raramente alguien aparecía con un juguete comprado en Santiago. Teníamos entonces que suplir a la carencia y, sobre todo, lo que nos salvaba era un espíritu colectivo muy fuerte y muy solidario acompañado de no poca imaginación para inventar entretenciones. Todo iba a pasar al aire libre con excepción del cine, cuando lográbamos contar con algunas economías o cuando recibíamos algunas monedas de regalo, el dinero de bolsillo para los niños era una práctica no conocida en el Puerto Montt de la época.

El barrio de Angelmó, frente al puerto, estaba rodeado de cerros de una cierta altura, 200 à 300 metros sobre el nivel del mar, cubiertos de vegetación baja, dominando el “espino alemán” especia enormemente invasora. Los cerros empezaban a 150 metros de la casa de mis padres y eran accesibles por múltiples senderos. Esos cerros representando para nosotros un espacio de escape del control maternal y un territorio de juego para enfrentarse las bandas que se constituían con los niños del barrio y de la escuela primaria que yo comencé a frecuentar. La escuela estaba situada en la calle Miraflores. Por cierto, el juego preferido en los cerros, cuando se trataba solo de hombres, eran las escaramuzas imitando las peleas del Far- West o los combates de capa y espada (aprendidos en el cine).

El juego tratando de imitar nuestros héroes de los films del Far-West era inmensamente entretenido, pero no dejaba de tener aspectos peligrosos pues solía suceder que en algunas ocasiones un prisionero extendido en el suelo y amarrados de las muñecas y de los pies a cuatro piquetes, a la manera de los cheyenes, quedaba esperando su liberación en medio de los matorrales hasta entrada la noche. U, otras veces, cuando el calor era canicular el prisionero debía soportar la sed y había prohibición a amigos y enemigos de aportarle un vaso de agua. A veces, el juego podía volverse francamente peligroso cuando una banda en su intento de acorralar a la banda contraria le metía fuego a los espinos, especie que por tener una leñosidad altamente combustible ardía con gran facilidad, dando a veces origen a un incendio en cadena en la parte alta del puerto. En una ocasión al menos el fuego bajó hasta los lindes de la urbanización en Angelmó, poniendo en peligro las casas de nuestro vecindario. En esta ocasión, creo que ninguno de los fieros apaches o cheyenes se quedó sin sus merecidos coscachos y fuerte reprimenda de parte de los padres.

Cuando a la banda se incorporaban niñas entonces el juego era otro, menos violento de cierta manera. Se trataba de la bajada de los cerros a toda velocidad en trineos de madera. Yo me hice experto en la construcción de trineos, los hacía para dos y cuatro pasajeros, el de cuatro era un armatoste pesado y difícil de manejar y demandaba mucho esfuerzo para remontarlo a la cima del cerro. Para bien alinear el descenso había que preparar previamente en la tierra dos surcos paralelos, separados según el ancho del trineo y luego dejar correr agua hacia debajo de manera que el deslizamiento sea mas fácil y que el trineo agarre gran velocidad. El agua era conducida en baldes desde abajo, cogida en alguna cañería cercana, era otro trabajo pesado y generalmente eran las mujeres que lo hacían.

Creo que cada uno de los participantes ponía su grano de arena para gozar enseguida del placer del descenso a alta velocidad. Para evitar accidentes en el descenso rápido yo le inventé un sistema de frenos consistente en dos palancas de madera de cada lado mantenidas con sendos pernos que le permitían el movimiento indispensable. Cada vez que el trineo se aceleraba en exceso, el conductor podía enterrar las palancas y frenar, el solo problema siendo que la repetición de estas operaciones terminaba por levantar mucha tierra y los surcos tendían a destruirse, obligando después de cinco seis descensos a cambiar de “rieles”. En realidad, practicábamos un juego que exigía un esfuerzo considerable y las jornadas se hacían cortas, jugando y trabajando hasta entrada la noche. Por cierto a la llegada, el frenaje violento nos lanzaba generalmente por tierra y allí los pantalones y las faldas de las niñas quedaba completamente cubiertas de barro o con roturas, debiendo afrontar como premio al esfuerzo y al placer la reprimenda de los padres. 

Y frente a los cerros de Puerto Montt estaba la isla de Tenglo, dejando en medio el canal del mismo nombre, de aguas tranquilas y de gran transparencia en esa época, parecía invitar a la navegación por gusto, por placer. Ese espacio marítimo iba también a ser teatro de nuestros juegos infantiles. Podíamos disponer fácilmente de botes a remo porque había compañeros cuyos padres arrendaban botes en el embarcadero de Angelmó y que nos prestaban de sus dos o tres embarcaciones o sino los tomábamos en arriendo.  Generalmente cada banda se embarcaba en un bote y partíamos a lo que habíamos programado: a veces cuando el tiempo era excelente simplemente ir a bañarse en el “otro lado”, es decir al frente, en las playas de la isla, otras veces se trataba de alguna operación de “piratería”, por ejemplo practicar un “desembarco” en la isla o bien batirse por la posesión de un viejo navío anclado en el canal.

Durante el mes de marzo, era difícil que no programáramos un desembarco con el fin de robar manzanas en la plantación que tenia un poco abandonada, al borde mismo de la playa, el propietario de la quinta de recreo, un señor de apellido Hoffman, dueño de una Hostería muy cotizada. Los cercos al borde de playa estaban mal cuidados y era fácil entrar y recoger manzanas caídas y otras que podían hacerse caer. La operación tenia que hacerse a toda velocidad porque el propietario tenía dos grandes perros que si nos olían o veían, de seguro que iban a caer sobre nosotros. Si el alemán llegaba a saber como hacíamos la operación, seguramente que nuestro desembarco no dejaría de recordarle un término famoso: la palabra blitzsrieg, una operación de razzia ultra rápida famosa en tiempos de la segunda guerra mundial. Uno de nosotros debía quedar de guardia en cada embarcación, los otros saltaban del bote y partíamos a toda velocidad sobre la playa, saltábamos el cerco y después de darle dos o tres remezones a un árbol recogíamos las manzanas y volvíamos a las embarcaciones antes de la llegada de los perros. Uf.!.

Estábamos salvados y además podíamos comer cuantas ricas manzanas quisiéramos en nuestro paseo a lo largo del canal, llegando a veces mas allá de la caleta de Chinquihue, alcanzando a veces la isleta de los jesuitas. Habíamos hecho algo que salía de la normalidad en los juegos de niños pues habíamos transgredido el respeto de la propiedad privada que, yo lo pienso hoy, cada uno de nosotros conocía como principio pero al cual preferiríamos dar una interpretación que nos acomodaba: no era verdaderamente un robo porque no lo hacíamos para vender manzanas ni para acumular, justo para gustarlas en el momento. Por eso, nadie en los botes tenia problemas de conciencia y si alguien iba a contar a sus padres la aventura realizada, seguro que no recibiría ninguna reprimenda dura, pues lo que primaba era la idea del “desembarco” y el pseudo robo sería tomado a la ligera.

El otro juego al que nos librábamos con gran alegría y entusiasmo, era a las batallas de piratas en torno a los dos viejos buques anclados y condenados a muerte en el canal de Tenglo, principalmente el llamado Sirena, enorme buque de transporte de carga anclado allí en el canal entre las dos guerras mundiales. Su cuidador, un señor de edad conocido de mi padre, quien por saber de quien éramos hijos yo y mi hermano Hugo, nos trataba bien a todos, o tal vez por saber que no éramos piratas de verdad, era complaciente con nosotros y nos dejaba subir a la cubierta y a la cabina, espacios donde se libraban encarnizadas batallas. Este buque era defendido por una de las bandas y atacado por la otra, compuesta de asaltantes que con simples cuerdas, garfios y escaleras de cuerdas improvisadas trataban de izarse a bordo y desalojar la banda enemiga.

Nuestros manuales de aprendizaje eran las dos revistas accesibles para nosotros que publicaban capítulos de las novelas de Salgari y otros autores de aventuras de mar: Don Fausto y el Peneca. Por cierto, nuestros héroes eran Sandokán y los piratas del Caribe. En estas batallas entraban a jugar nuestras pistolas o “trabucos” de fabricación casera con las cuales enfrentábamos al enemigo. En realidad se trataba de una fabricación artesanal mas bien rústica, consistente en un mango de madera y un cañón de fierro cerrado en un extremo y abierto en el otro para permitir la introducción de la mezcla y la salida del aire y el ruido de la pequeña explosión que iba a producirse. Esta se desencadenaba alumbrando con un fósforo el azufre expuesto en un reducido orificio que se le hacia al cañón al comienzo de su lomo. Evidentemente, esa manipulación de la pólvora aun en ínfimas proporciones y luego el encendido del fósforo no dejaban de presentar un cierto peligro para el que disparaba pero, que yo recuerde, nunca tuvimos accidente alguno.

Otra versión de arma a fuego que utilizábamos era el “cañón”, que consistía siempre en el mismo tubo de fierro cerrado en un extremo terminando con una pequeña cabeza y en el otro hueco, el sistema de alimentación era el mismo, solamente que en este caso por el hueco entraba un perno de fierro que al ser golpeado sobre la carga provocaba la explosión. Un arco alargado de alambre permitía en un extremo coger la cabeza del cañón y en el otro amarrar por la cabeza el clavo. El arco en realidad servía de mango y de cierta manera de disparador, que una vez en la mano permitía golpear la cabeza del perno contra una pared, un poste u otro objeto resistente y asi provocar la explosión, en realidad el objetivo principal que se perseguía era el ruido y secundariamente la sorpresa. El cañón hacía un fuerte ruido y es muy probable que para algunos de nosotros haya sido la causa de una pérdida selectiva de la capacidad auditiva, principalmente en los sones agudos. De todas maneras, aun cuando hubiéramos sabido de esas consecuencias posibles, no habríamos abandonado tan fácilmente la práctica del cañón pues el placer de provocar la explosión cerca de un pasante desprevenido en la calle era demasiado grande…

Con el paso de los años, la tranquilidad y la limpieza del canal de Tenglo iba a desaparecer en razón de un desarrollo portuario intenso y poco inquieto del resguardo del medio natural lo que significó el abandono paulatino de los juegos de navegación de niños y adolescentes en el canal. Poco a poco, los jóvenes principalmente, comenzaron a frecuentar las playas de la isla en los días de verano con el solo fin de la bañada y del bronceado de la piel.

El juego de volantines aparecía en el mes de septiembre, el mes de la patria, anunciando el comienzo del fin del largo invierno lluvioso. La alegría de la aparición del cielo azul, por fin!, y las primeras salidas del sol eran celebradas por nosotros, los niños y los adolescentes, con la fabricación de volantines que fabricábamos con múltiples colores aunque siguiendo un modelo sin gran variación, mas bien la diversidad estaba dada por los adornos que cada quien le ponía a su obra, sea en los bordes sea en la cola. Jugar al volantín era raras veces un ejercicio individual porque lo corriente era que se organicen competencias las que a veces se transformaban en apasionantes batallas entre volantines, para saber cual era el que iba a quedar sólo en el cielo después de la batalla. Para ello, cada uno se ingeniaba para poder cortar en el aire el hilo que sostenía el volantín enemigo. Las técnicas mas frecuentes eran dos: en los dos o tres metros de hilo próximos al objeto volante pegábamos polvo de vidrios cortantes de manera que el hilo carnicero corte el hilo del enemigo al frotarse contra; la otra técnica, menos eficiente, era la de pegar una lámina de afeitar en la parte superior del hilo: si el conductor del objeto tenia precisión en sus movimientos podía en algún momento cortar el hilo del volantín enemigo.

A lo largo de todo el año, el juego preferido era el trompo, que se jugaba con buen o mal tiempo y para el cual cada uno debía fabricarse su propio artefacto. El trompo es un juguete muy antiguo, conocido ya por los romanos y por los aztecas. El juguete se fabrica con una pieza de madera generalmente dura y se puede decir en general que es de forma cónica (semejando una pera). En su parte superior se le deja como un pequeño sombrero (cilindro chato) que se llama espiga y que sirve para un “amarre” ligero de la cuerda que, en el otro extremo, encuentra un punta de fierro (la púa) a partir de la cual se enrolla con una cuerda el cuerpo del trompo hasta su cintura. Al lanzar el trompo con un movimiento adaptado, la cuerda queda sujeta en la mano del jugador y el trompo libremente gira en el suelo sobre si mismo (iba a decir “gira en el suelo y canta” parodiando a Neruda en “el viento gira en el cielo y canta”) o si se quiere baila… Esto me recuerda una antigua canción, tal vez de origen español:

"Para bailar me pongo la capa.
Para bailar me la vuelvo a sacar,
porque no puedo bailar con la capa
y sin la capa no puedo bailar"

Nosotros jugábamos con dos versiones: el “trompo” propiamente tal y la “vieja”, el primero era el mas frecuente y el que mejor servía para jugar “a las astillas”, el juego habitual, esta versión tenia una forma barrigona y relativamente equilibrado entre panza y altura, el otro era mas bien de forma esbelta y mas alargado que ancho. Al bailar “la vieja” se balanceaba con una elegancia graciosa que el trompo no tenia y de cierta manera también le ganaba en tamaño.

El trompo podía ser una entretención personal y se le hacia bailar sobre la mano izquierda o derecha según el lanzador, se le podía enrollar la cuerda al revés, es decir de la púa al sombrero, o, como decíamos en la época se le enrollaba el “poto”, pero para que pudiera bailar se le lanzaba hacia atrás por entre las piernas, para ello el jugador debía adoptar la posición de piernas abiertas. La gracia era que el trompo bailaba al revés. Lo que dominaba, sin embargo, era el juego colectivo de la troya o de las astillas, que se jugaba en los limites de dos círculos concéntricos, uno de dos metros de diámetro y otro, en el centro, pequeño (la troya). Había varias versiones de juego pero siempre el perdedor exponía su trompo a las represalias. En una de esas versiones el perdedor debía entregar su trompo para que cada uno de los otros jugadores le haga muescas con la púa del suyo. Con la idea precisa de hacer el mayor daño posible al trompo del perdedor, algunos maldadosos preparaban la punta del suyo dándole forma de filo de hacha o transformándola en una verdadera aguja. Preparados así esos trompos casi no eran soportables bailando sobre la mano. El lector puede imaginar el estado lamentable en que terminaba el pobre trompo del perdedor. Por las múltiples heridas infligidas, al girar producía el ruido de una zumbadora que hacía reír a todo el mundo. A veces salía tan destrozado que ya no servía para seguir jugando.

El progreso iba terminar con el trompo y también con otros juegos fabricados por los propios niños y adolescentes, los juguetes fabricados hicieron su aparición y a poco se banalizaron y cada cual mas, o cual menos, en la edad infantil iba a tener acceso a los nuevos y coloridos juguetes comprados en la ciudad. Los niños y los jóvenes dejaron de fabricar sus propios juguetes y paulatinamente iban a perder en habilidades manuales, precio de su cada vez mas acentuada dependencia para proporcionarse instrumentos de placer y de alegrías. Tengo la impresión que los años 70 marcaron el final de la presencia del trompo en los lugares públicos y después se transformó en una rareza. En cuanto a mi, todavía en los primeros años de la década del cincuenta yo practiqué de vez en cuando el trompo y después lo perdí completamente de vista.

Treinta años mas tarde, de manera sorpresiva y en un país lejano, tuve un encuentro placentero con el trompo. Visitando una feria de objetos artesanales en los bordes del rio Garonne, rio que atraviesa la ciudad de Toulouse, en Francia, de repente, con mi mujer descubrimos un vendedor de objetos artesanales que entre otras cosas vendía trompos fabricados al torno. La gente los veía y preguntaba al artesano cómo se hacía para jugar con él, pero el hombre no sabía, había comprado un lote de juguetes diversos y no se había informado cómo se hacia funcionar el trompo. Yo le dije que tal vez me acordaba como se hacía con él y le conté que en mi infancia el trompo había sido un buen compañero mío. Me pidió que lo hiciera bailar. Fue un regalo para mi y una sorpresa para mi mujer: lo hice bailar en el suelo, en mi mano y luego al revés, es decir enrollando la cuerda por la cabeza y lanzándolo entre las piernas hacia atrás. El trompo bailaba al revés, como era de esperar… De repente me di cuenta que estaba rodeado de gente que me miraba sorprendida, como si se tratara de un prestidigitador realizando su número bien ensayado para la puesta en escena.

Habia que celebrar dignamente el mes de la patria, principalmente el 18 y el 19, haciendo ruido de disparos, pero la compra de cohetes, para estar a la altura de la circunstancia, no estaba a nuestro alcance y habia que inventar algo con la pôlvora y los fôsforos, pero qué ? Alguien tuvo la idea de fabricar una especie de cañon en miniatura: un tubo de fierro cerrado por un extremo y abierto por el otro, una manilla de alambre de unos 50 cms sujeta en un extremo a la cabeza cerrada del tubo y por el otro a une epecie de clavo o punzôn que entraba en el tubo por el lado abierto. Se cargaba el tubo hasta una cierta altura por el extremo abierto y luego se introducia el punzôn. El cañon estaba listo para funcionar. Se agarraba el artefacto por la manilla y se debia golpear la cabeza del punzôn contra contra una superficie resistente: un tronco, una vereda de calle, un poste eléctrico...

Generalmente era un juego individual, pero a veces nos poniamos de acuerdo dos o tres, para hacer recorrridos por la ciudad y practicar los disparos, eligiendo los sitios mas adecuados, buscando asustar a los transeùntes desprevenidos. El cañon hacia un disparo superior en potencia a toda la gama de cohetes que existia en la ciudad. Era una entretenciôn que duraba todo el mes de septiembre. Nosotros teniamos la certeza que jugando al cañôn habiamos bien demostrado nuestra lealtad a la madre patria.