MI PADRE EN EL EJERCITO "FORMADOR DE HOMBRES

MI PADRE EN EL EJERCITO “FORMADOR DE HOMBRES”

A comienzos del siglo XX, ir a Valparaíso y Santiago era una aventura casi impensable para los chilotes, aun cuando algunos audaces, en época de superproducción de papas, se habían aventurado haciendo la navegación a bordo de una goleta a vela cargada del tubérculo, para intentar de vender el producto en el mercado del gran puerto, por cierto con resultados desastrosos: mas de la mitad de la carga llegaba podrida.

Cuando mi padre se embarcó para Valparaíso para hacer voluntariamente el servicio militar en Santiago, toda su familia lo despidió como alguien a quien no volverían a ver nunca mas, porque además de la lejanía del nombrado  destino iba a tener que afrontar los rigores del servicio militar de la época. El servicio militar tenía fama de ser muy duro y la mayor parte de los jóvenes de Chiloé en estado de reconocer filas se escondían en los cerros cuando pasaban las comisiones encargadas de la “leva” o del reclutamiento forzado, se escapaban al monte o partían para otras islas del archipiélago o hacia la Cordillera de enfrente.

Las madres que tenían hijos descarriados o incorregibles hacían lo posible por enviarlos a hacer el servicio militar con la esperanza de que allí encuentren el buen camino de la vida. La mayor parte se arrepentía después por la vida penosa que sufrían en el cuartel. Mi padre, a pesar de todo eso, había decidido voluntariamente hacer el servicio militar, para adquirir otras experiencias según decía, conocer otros lugares y conocer sobre todo el gran puerto del Pacífico, lugar de desembarco.

Efectivamente, la vida de cuartel fue muy dura pero él resistió bien, lo que no era el caso de muchos otros, sobre todo de aquéllos cuyas madres lo enviaban allí para que la institución se encargue de corregirlos. Mi padre contaba como a veces, cuando ya no podía mas por el exceso de exigencias y el cansancio, se había dado maña para declararse enfermo o provocarse heridas intencionalmente con el fin de ser llevado a la enfermería y asi poder reposarse algunos días. Este tipo de estrategia, de declararse accidentado o enfermo, debía ser cuidadosamente preparada porque si la falta era detectada por los mandos el castigo en el calabozo, “a pan y agua”, era seguro. Le había tocado como responsable de sección un sargento que era un hombre gigantón, mal agestado decía mi padre, y que se permitía impunemente con los reclutas tanta libertad como, por ejemplo, para hacerlos tenderse de espaldas, todos alineados, para él caminar por encima de cada uno con sus enormes botas y su gran corpulencia. Por el resto, era un buen soldado, disciplinado y riguroso en todas las exigencias que se le imponía a los reclutas.

El sargento tenía momentos de expansión y de franqueza con sus subordinados y se mostraba frente a ellos con gran orgullo para darles ejemplo. Mi padre contaba que para demostrar su calidad de hombre derecho, cuando tomaba algunos tragos le gustaba mostrar la alta opinión que tenía de si mismo y su respeto por el ejército, su pasión en la vida, diciendo una frase que a mi padre le gustaba mucho y le encantaba repetir, mas o menos era ésta: “Yo mesmo me respeto mis mesmas charreteras”, queriendo decir a los soldados algo asi como “yo exijo de ustedes porque yo mismo me exijo”. En todo caso, el hombre era menos malquerido por la tropa que el coronel comandante del regimiento, hombre muy pagado de si mismo y excesivo y brutal en el ejercicio de sus funciones.

Esta experiencia marcó mucho a mi padre y de tiempo en tiempo relataba momentos que se habían quedado grabados en los anaqueles de su memoria, lo hacía con mucho placer y nos lo contaba siempre con la idea de hacer resaltar una conclusión que fuera constructiva, tal vez porque a pesar de todo, veía en esta aventura al interior del ejército, considerado en Chile como “formador de hombres”, algo que podría ser de interés para la formación de los propios hijos: la importancia del respeto de si mismo y la dignidad sobre todo.

Su regimiento era de caballería y como mi padre había declarado a la hora de llenar los formularios de inscripción, que él sabia montar a caballo y mostrado en los primeros entrenamientos ser un buen jinete, a la vuelta de seis meses fue asignado a la sección de caballería montada y se le puso a cargo de una unidad de artillería compuesta de un cañón de grueso calibre tirado por dos parejas de caballos. En esta sección, las exigencias del servicio se multiplicaron con el cuidado de las bestias y sus aperos y con la mantención y cuidado de las piezas de artillería que debían estar siempre brillantes, y de las riendas y arneses siempre limpios e impecables. Todo ello bajo la vigilancia escrupulosa del comandante, porque era esa sección el dispositivo central de las fuerzas con que contaba el regimiento.

En realidad mi padre y los otros camaradas, que tenían como él a su mando otras unidades similares de artillería, lograban penosamente responder a todas las exigencias y al rigor de los superiores y a veces tenían que recurrir a la enfermería, buscando algún pretexto para poder reposarse. Mi padre estaba de acuerdo con el rigor y la disciplina pero no con los excesos y los abusos y por eso había logrado el acuerdo de sus compañeros para solicitar que la comandancia les asigne un asistente pero desgraciadamente se les respondió con la negativa. De manera que al comandante sus soldados lo tenían “entre ojo” y se decían entre ellos que algún día se lo iban a hacer pagar. La ocasión se les presentó con ocasión de las maniobras militares que se celebraban al final del segundo año del servicio.

Las maniobras militares tuvieron lugar en la cuesta de Chacabuco, la región atravesada por la antigua carretera que unía Santiago con Valparaíso. El “enemigo” del regimiento Cazadores, era el regimiento Buin de Santiago, si mal no recuerdo, y una vez llegados al terreno, cada uno de los bandos se dispuso a defender sus posiciones y a preparar la buena ejecución de la estrategia decidida. En dos días de batalla su regimiento había ganado posiciones topográficamente favorables como para lanzar una ofensiva victoriosa sobre las tropas del Buin, situadas en desventaja sobre la vertiente sur de la cordillera.

En la noche, el comandante hizo formar el regimiento para felicitar a los soldados y alentarlos para la jornada del día siguiente, no disimulaba su contentamiento y estaba seguro de “destrozar” al enemigo, solamente que no contaba con el plan de venganza que tenían los encargados de los cañones tirados a caballos, los cuales debían comenzar a poner los arneses de los caballos y amarras de los cañones a las 4 AM. Los confabulados habían decidido provocar una estampida de los caballos del regimiento y por cierto de los caballos tirando las baterías, los cuales deberían arrastrar al fondo de las quebradas sus brillantes cañones.

El comienzo de la ofensiva estaba programado para las 5 AM pero la estampida se produjo antes de esa hora, el ruido provocando un verdadero pánico en el campamento. Los caballos de las baterías, amarrados como estaban, en parejas, asustados partieron cuesta abajo arrastrando efectivamente las baterías de combate y terminaron dándose vueltas y siendo aplastados por el material pesado de la artillería quedando gravemente heridos y el material de guerra inutilizable en lo inmediato. Mi padre contaba que el comandante se puso fuera de si, se tiraba los cabellos y perdía completamente el control llorando sin precaución delante de los soldados...Había perdido la batalla de su vida y había comprometido su ascenso a general, mientras los encargados de las baterías, incluido mi padre, escondían apenas su satisfacción. Todo pasó como si el accidente obedeciera a motivos que no tenían nada que ver con la responsabilidad de los hombres, al fin de cuentas una estampida puede ser provocada por cualquier incidente menor.

Al margen de los aspectos negativos de esa experiencia, creo que para mi padre el ejército fue una buena escuela y que, de cierta manera, la institución militar cumplió con él su rol de “formadora de hombres” : disciplina, instrucción, espíritu cívico, respeto de las instituciones. Como era un joven normal, no sufrió los tratos personales abusivos que recibían, por ejemplo, los hijos “descarriados” que muchas madres enviaban al servicio militar para que allí lo corrijan, como quien envía hoy a un establecimiento correccional un hijo de mala conducta.

Seguramente de allí, y reforzada por su rol de maestro de escuela, le venia la costumbre de montar en el patio de cada casa que habitó en Chiloé o Puerto Montt un mástil para izar la bandera con ocasión de las celebraciones patrias. Recuerdo que para el 18 de septiembre nos reunía a toda la familia y nos hacia cantar el himno nacional mientras él izaba el pabellón nacional. Era una de las expresiones de su espíritu cívico, que no tenia nada que ver con un reconocimiento ciego de la institución militar ni con cualquier sentimiento militarista. Iba a ser siempre un hombre de paz y un partidario de la mediación en situación de conflicto.